Ese es un maldito genio. ¡Es una aplicación brillante! «¡Eres un genio!»
¿Cuántas veces, en la vida cotidiana y con la ligereza de un comentario o una publicación en Facebook, usamos naturalmente la categoría de genio para clasificar el éxito de una persona, ya sea una idea de negocio, de un éxito deportivo o incluso de una broma hilarante?
Siempre me da un poco de temor usar la palabra genio.
Personalmente, me he impuesto una regla en blanco y negro bastante brutal, por la cual «no se puede decir genio si la persona no está muerta.» Como para decir que, hasta hace una semana, estaba indiscutiblemente fuera de mi clasificación Stephen Hawking (1), así como no aparece y espero que no aparezca en mucho tiempo Elon Musk.
El hecho es que prefiero ir por defecto, precisamente por éste tipo de temor.
En general, el hecho de clasificar a una persona como genial está ligado a un asunto de gran interés, no solo en la literatura científica sino también, y sobre todo, en el mundo empresarial: ¿cuánto cuenta, en definitiva, el talento en los resultados que obtiene una persona, y cuánto, en cambio, el esfuerzo para obtenerlos?
En cierto sentido, el genio nos relaja.
Lo que significa, explicando un poco mejor, que la tendencia de los seres humanos a contar una historia cuando intentan relacionar dos eventos también está teniendo lugar en éste caso.
Nos gusta reconocer al genio porque nos hace sentir cómodos.
Es la fascinación irresistible del misterio y una especie de magia secular lo que, frente a la excelencia, desencadena en nosotros la explicación: «¡Eh, pero eso es un talento natural! Allí hay un genio.»
En el hermoso libro Grit de Angela Duckworth, se cuenta un episodio interesante.
Rowdy Gaines, que era un gran nadador estadounidense, un día se encontró entrenando en la piscina con Mark Spitz quien, para aquellos que no lo saben, era, antes de Michael Phelps, una leyenda de la natación, capaz de ganar en una sola Olimpiada (Munich, 1972) 7 medallas de oro. Los compañeros de equipo de Gaines, que también eran profesionales, se pusieron todos a ver nadar a Spitz y muchos de ellos quedaron encantados con el estilo del ex campeón, incluso después de muchos años, tanto que terminaron con un: «Dios mío, pero es un pez.» El hecho es que incluso las personas con experiencia probada (nadadores profesionales) encontraron fácil reconocer la singularidad de Spitz incluso en comparación con un recordman mundial de los 100 m estilo libre, como era Gaines.
Y sin, en realidad, una evidencia empírica precisa si no la conciencia de tener frente a él «una leyenda» probada por los resultados ya obtenidos.
También Nietzsche habló al respecto, sobre el papel del artista. Según el filósofo alemán, nosotros del arte y del genio vemos el resultado final, mientras que no nos enfocamos en cómo nos convertimos en artistas o genios. Es como ponerse a toda costa a la espera de que se abra una flor y simplemente tener que admirar el resultado final.
¿Por qué nos gusta relajarnos en el genio?
Porque de alguna manera nos priva de responsabilidad respecto a nuestras posibilidades y respecto a la hipótesis incómoda de una confrontación.
Dios mío, la Capilla Sixtina es sobrehumana en su singularidad y ni siquiera tiene sentido pensar cómo sería posible dar a luz a una obra maestra similar.
Duckworth, por otro lado, y toda una rama muy prometedora de la psicología, ha comenzado a estudiar y formular, de alguna manera, una teoría del éxito, llegando, en extrema síntesis, a formular una relación compuesta por dos subecuaciones:
- Talento × Esfuerzo y deseo de trabajar (effort en inglés) = habilidad (competencia)
- Habilidad × Esfuerzo y deseo de trabajar = logro del resultado (achievement)
Con una expresión analítica rudimentaria (pero no estamos interesados en la forma funcional), el tema clave es uno: el esfuerzo (la perseverancia, comenzamos a usar la palabra) entra dos veces en el proceso de producir éxito, contra una sola del talento.
Y la evidencia empírica actual muestra de manera bastante inequívoca un resultado que confirma esta teoría: cuenta, más que la capacidad de aprender rápidamente típica de los que tienen talento, que también es importante, la obstinación de intentar e intentar de nuevo.
En la década de 1940, se llevó a cabo un experimento que se hizo famoso por ser el primero en recopilar datos sobre la misma muestra de personas durante varias décadas: la Ergometría (la prueba de la caminadora). Se hacía correr a las personas sobre una caminadora durante 5 minutos (nivel «Máximo esfuerzo») y se medía la capacidad de resistencia, obviamente comprobando las condiciones de salud psicofísicas iniciales.
El estudio mostró cómo la duración de la resistencia fue el mejor predictor posible del futuro éxito de los sujetos del experimento en los ámbitos laboral, financiero y social.
Como para decir: cabeza baja y trabajo constante. Sigue empujando, mi amigo.
Es la obstinación lo que hace que el genio sea, en conjunto, la suma maníaca de micro-gestos de absoluta perfección pero referidos, cada uno, a actividades que cada uno de nosotros podría muy bien poner en práctica.
El algoritmo del genio, en resumen, está hecho de una secuencia de instrucciones en las que cada uno de nosotros puede incursionar y en donde los talentos naturales cuentan, sí, pero cuenta mucho más el deseo de trabajar duro y no darse por vencido.
Por otro lado, en éste final vintage, me gustaría recordar al teniente Columbo quien, en un episodio esclarecedor de la exitosa serie de los años 70, Prueba de inteligencia, que lo tenía envuelto en un caso de asesinato que involucraba a un club de genios, describió exactamente la génesis de su exitosa carrera: «No tengo nada especial en comparación con otros. Yo, simplemente, me quedaba una hora más en el curso estudiantil, leía otro libro, traté de reducir la brecha con los demás, estudiando y estudiando de nuevo.»
Errar es humano, pero perseverar es genial.
(1) Stephen Hawking falleció el 14 de marzo 2018 y el original de éste artículo se publicó el 10 de abril 2018.
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Éste artículo fue publicado originalmente en Centodieci
Luciano Canova
Licenciado en Economía por la Universidad Bocconi, maestría en Economía del Desarrollo de la Universidad de Sussex, doctorado en Economía por la UCSC de Milán e investigador postdoctoral en la Escuela de Economía de París. Profesor de Economía del Comportamiento, Economía Básica y Comunicación Científica en el Master MEDEA de la Escuela Enrico Mattei. Profesor en la Universidad de Pavía, en TAG Innovation School y TA en la Universidad Bocconi. Escribe para lavoce.info, greenreport.it, GliStatiGenerali, InfoDataBlog, Sole24Ore, Pagina99 y Centodieci. También es profesor de Economía de la Felicidad en la plataforma Oilproject.org y miembro del Comité Científico de VOICES From The Blogs.