En un momento de mi juventud, se empezaron a retirar de mi vida personas que fueron puntales de mi existir. Una seguidilla de ausencias claves.
Mi abuela paterna y al año siguiente, muy sorpresivamente, mi padre.
Me tumbaron el entusiasmo, intentaba trotar pero me fallaban las piernas en una subida tan empinada.
Vivía solo y estaba sin trabajo, tratando de terminar la facultad.
Quería sentarme a estudiar pero no podía.
Quería liberarme de esa enorme tristeza, pero la cama era un pantano que me absorbía y, mientras me hundía, se me iban las fuerzas y hasta el hambre.
Estaba sólo.
Eran épocas donde no había redes sociales y, como mi situación económica era muy precaria, las deudas sumaban desazón.
Un día me llama un amigo para ir a jugar al vóley, de las cosas que más amaba y amo hacer en la vida, pero ni siquiera para eso tenía ánimo.
Entonces mi amigo me dijo que necesitaban un entrenador en un club y que él me llevaría a presentarme. Eso me motivó, ya que necesitaba un trabajo.
Junté fuerzas y fui.
Cuando llegamos, noté que no era como me había dicho: no necesitaban entrenador, necesitaban jugadores. Era un equipo que se había desarmado o algo así.
El entrenador me vio jugar y me invitó a entrar al plantel.
—Te conseguimos una beca si jugás para el club.
Yo le dije que no, que no tenía ánimo para jugar, y le agradecí.
Cuando nos estábamos yendo, el entrenador le dijo a mi amigo:
—Diego, el partido es el domingo a las 14 en el Club Sayago.
Yo lo escuché y seguí rumbo a mi casa, a empantanarme nuevamente en las sábanas de la desidia. Eso fue un viernes de noche.
El domingo a eso de las 12:30 golpean la puerta de mi apartamento.
El lugar donde vivía era inhóspito, terrorífico, casi marginal. Un edificio casi abandonado en la Ciudad Vieja, en una calle oscura.
Nadie iba a mi casa, era muy raro que alguien golpeara esa puerta.
Abrí y era Sara, la esposa de mi amigo.
—Dice Diego que te vistas, comas y bajes que vamos al partido en Sayago.
Me sonreí y le dije que no, que gracias pero no, que con el estado de ánimo que tenía iba a jugar mal y bla, bla, bla.
Entonces ella me dijo:
—Sí, él me dijo que ibas a decir eso, por eso además me dijo que te diga que si no bajás, él, Marcos y yo nos vamos a sentar en el pasillo todo el día hasta que salgas.
Entonces, refunfuñando, me vestí y bajé.
Fui.
Jugué.
Ganamos.
Luego mi amigo me invitó a cenar ravioles con su familia: Sara, Renzo, Marcos y Ornella.
Miramos una película en DVD, aparato que recién habían inventado. Especies era la película.
Sara gritaba de miedo porque era de terror y nos reíamos de ella.
Y entendí que la amistad, el amor y una familia eran un gran antidepresivo.
Me alegré.
Me volvió el hambre.
Me invitaron al plantel del Club BPS y me dieron una beca.
Empecé a ir al club.
Conseguí un trabajo.
Me hice socio y pagué la cuota.
Conocí a otros grandes: a Jorge Ignacio Rodríguez Giménez, a Margot Marina Mundin Alaniz, que me presentó a Karen, quien ahora es mi esposa.
Terminé la facultad.
Tuve hijos.
Un día al terminar la práctica, mientras estirábamos, me dijo el entrenador:
—¿Sabías que nunca necesitamos un técnico acá? Tu amigo te trajo engañado. Me pidió que te invitara porque andabas mal y no quería dejarte caer. Un día dale las gracias.
Hoy soy un hombre muy feliz y muy agradecido y tal vez, mediante estas letras, esté dándole una vez más las gracias a ese amigo.
Siempre hay alguien dispuesto a sentarse en el pasillo de un edificio en ruinas para ayudarte a levantarte. Por eso cuando me agradecen alguna ayuda, siempre digo que sólo devuelvo, trato de devolver lo que me fue dado.
Lo que soy es lo que aprendí de los grandes que me rodearon.
Siempre bien rodeado. Es eso lo que se necesita.
¡Ah! Detalle: mi amigo era un grosso del vóley como jugador, ahora como entrenador de selecciones, y yo era un chuminga medio pelo. Pero eso no importa tanto, porque hay muchos cracks jugando.
Éste es un crack como persona, por eso lo admiro.
Rodrigo Ferreira
Licenciado en Psicología por UdelaR y entrenador de voleibol.